lunes, febrero 13, 2012

Mc Triste (La Cajita Infeliz)


La tarde lluviosa nos llevo a comer y a refugiarnos en el McDonalds de Madero y Motolinía. Una vez instalados y con nuestro Mc paquete en la mesa, nos dispusimos a engañar las ganas de comer. Nunca fui asiduo de los restaurantes del payaso, pero tarde y con hambre, ni hablar.

Mientras devoraba mi Mc grasosa y conversaba con la dueña de mis palabras, observamos a un pequeño niño que, solo y su alma, se paseaba dentro del establecimiento tomando por asalto las papas de la pareja vecina, saltando sobre una mesa desocupada y sorbiendo refresco de un  comensal despistado. Los parroquianos lo veían extrañados sin encontrar al adulto responsable. En el área de juegos, donde mis pequeños  subían y bajaba con el juguete recién salido de la Cajita Feliz, otro niño, de unos 8 años, jugaba junto a ellos con un juguete similar. El compa-ñerito ocasional, de rato en rato, echaba un ojo a otros niños que, junto con el primero mencionado, repetían el modo de operar en todo el restaurante.

En tal hamburguesería, como en otros lugares del Centro de esta ciudad, pululan chicos con rostros grises y miradas torvas, que consiguen de ese modo el alimento del día, mientras sus padres (o quien los acompañe) venden, ofrecen, trafican, trabajan o etc. Niños anexos de trabajadores – legales e ilegales – que vagan en las calles melancólicas del rumbo.

Llego la hora de irnos; nuestros peques se calzaban los tenis para ir a casa cuando el compa-ñerito pregunto: -ya se van?
La nena responde y pregunta: -si… tu también te vas?... y tu mama?
Por respuesta, el compa-ñerito  desvía la mirada hacia donde sea, y guarda silencio. La nena insiste: - y tu familia?... donde están todos?
El compa-ñerito sigue callado, pero sus ojos son bastante elocuentes: nos mira primero con curiosidad, y después, con cierto aire de desprecio. Mientras mis hijos se abrigan, veo de reojo sus tenis: le quedan grandes y están sucios de años; deben ser una herencia de algún colega solidario. La chamarra que lo cubre protegió ya a varias generaciones de compa-ñeros. Ahora, observa con curiosidad como nos preparamos para salir. Ahí, parado a un par de pasos de mis niños, está a kilómetros de distancia; en la carilla sombría se nota la calle con todo lo que esta ofrece. De pronto, cuestiona a la dueña de mis palabras: …¿el (mi hijito) es tu hijo?...
- si.
- ¿y porque es negro?... tu eres blanca.
- bueno… él es del color de su papa.

Yo, tratando de simpatizar y sin lograr cambiar su mirada dura, explico sonriendo y mostrando el brazo quemado por el sol, que mi chiquitín y yo somos del mismo color. Con una mueca de desdén, se da por explicado. En el pasillo, unos pasos antes de la puerta, el primer niño, el pequeñito, se apodera de un helado ante la mirada perpleja del ex comensal. El compa-ñerito, tan discretamente como es posible, saca algo de los bolsillos de la chamarra, y con habilidad casi profesional, poncha, sin que mi nene se entere, el globo que nos entregaron al ordenar la Mc comida. No siento enojo. Ni siquiera sorpresa. Siento una súbita necesidad de pedirle perdón: perdon por que el tiene que granjearse de ese modo la comida; por que vivimos en una sociedad que permite que esto suceda; perdon por lo que todos colaboramos para que su vida sea así. Porque no todas las cajitas son felices, aun con juguete.

Afuera, caen sobre nuestras cabezas grandes gotas. Pero no es lluvia. Yo pienso que son lágrimas.
Lagrimas de la ciudad.

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