La tarde lluviosa nos llevo a
comer y a refugiarnos en el McDonalds de Madero y Motolinía. Una vez instalados
y con nuestro Mc paquete en la mesa, nos dispusimos a engañar las ganas de
comer. Nunca fui asiduo de los restaurantes del payaso, pero tarde y con hambre,
ni hablar.
Mientras devoraba mi Mc grasosa y
conversaba con la dueña de mis palabras, observamos a un pequeño niño que, solo
y su alma, se paseaba dentro del establecimiento tomando por asalto las papas
de la pareja vecina, saltando sobre una mesa desocupada y sorbiendo refresco de
un comensal despistado. Los parroquianos
lo veían extrañados sin encontrar al adulto responsable. En el área de juegos,
donde mis pequeños subían y bajaba con
el juguete recién salido de la Cajita Feliz, otro niño, de unos 8 años, jugaba
junto a ellos con un juguete similar. El compa-ñerito ocasional, de rato en rato,
echaba un ojo a otros niños que, junto con el primero mencionado, repetían el
modo de operar en todo el restaurante.
En tal hamburguesería, como en
otros lugares del Centro de esta ciudad, pululan chicos con
rostros grises y miradas torvas, que consiguen de ese modo el alimento del día,
mientras sus padres (o quien los acompañe) venden, ofrecen, trafican, trabajan
o etc. Niños anexos de trabajadores – legales e ilegales – que vagan en las
calles melancólicas del rumbo.
Llego la hora de irnos; nuestros
peques se calzaban los tenis para ir a casa cuando el compa-ñerito pregunto:
-ya se van?
La nena responde y pregunta: -si…
tu también te vas?... y tu mama?
Por respuesta, el compa-ñerito desvía la mirada hacia donde sea, y guarda
silencio. La nena insiste: - y tu familia?... donde están todos?
El compa-ñerito sigue callado,
pero sus ojos son bastante elocuentes: nos mira primero con curiosidad, y después,
con cierto aire de desprecio. Mientras mis hijos se abrigan, veo de reojo sus
tenis: le quedan grandes y están sucios de años; deben ser una herencia de algún
colega solidario. La chamarra que lo cubre protegió ya a varias generaciones de
compa-ñeros. Ahora, observa con curiosidad como nos preparamos para salir. Ahí,
parado a un par de pasos de mis niños, está a kilómetros de distancia; en la carilla sombría
se nota la calle con todo lo que esta ofrece. De pronto, cuestiona a la dueña de
mis palabras: …¿el (mi hijito) es tu hijo?...
- si.
- ¿y porque es negro?... tu eres
blanca.
- bueno… él es del color de su
papa.
Yo, tratando de simpatizar y sin
lograr cambiar su mirada dura, explico sonriendo y mostrando el brazo quemado
por el sol, que mi chiquitín y yo somos del mismo color. Con una mueca de desdén,
se da por explicado. En el pasillo, unos pasos antes de la puerta, el primer
niño, el pequeñito, se apodera de un helado ante la mirada perpleja del ex
comensal. El compa-ñerito, tan discretamente como es posible, saca algo de los
bolsillos de la chamarra, y con habilidad casi profesional, poncha, sin que mi
nene se entere, el globo que nos entregaron al ordenar la Mc comida. No siento
enojo. Ni siquiera sorpresa. Siento una súbita necesidad de pedirle perdón: perdon por que el tiene que granjearse de ese modo la comida; por que vivimos en una sociedad que permite que esto suceda; perdon por
lo que todos colaboramos para que su vida sea así. Porque no todas las cajitas
son felices, aun con juguete.
Afuera, caen sobre nuestras cabezas grandes gotas. Pero no es lluvia. Yo pienso que son lágrimas.
Afuera, caen sobre nuestras cabezas grandes gotas. Pero no es lluvia. Yo pienso que son lágrimas.
Lagrimas de la ciudad.
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