domingo, septiembre 12, 2010

MUSICA PARA A NOITE

Jueves, 18:30 hrs, metro Potrero.

 El tren se detiene, abre sus puertas durante los 17 segundos de rigor, cierra y avanza. En tanto, me apropio de uno de los asientos individuales y me dispongo a leer durante el viaje. Al instalarme encuentro frente a mi, la figura extraña de un individuo que porta una guitarra. Llama la atención que ocupe dos asientos: uno el y el otro la funda de tela de su instrumento y una maleta. También llama la atención per se: alto, muy delgado, piel muy blanca, rostro de facciones finas pero con claras muestras del paso del tiempo; este hombre piensa mucho: lo delatan las profundas lineas horizontales de su frente que se encuentran con el comienzo de largas hebras de cabello cobrizo. Tal vez unos... 50 y tantos años. Usa anteojos. Viste un traje azul marino en condiciones bastante respetables, camisa clara, unos zapatos negros raros por su forma y en el cuello, una mascada con la bandera brasileña.

Instantes después de que el tren inicia la marcha, saca de la maleta una carpeta grosísima repleta de hojas con protectores plásticos; comienza a hojearla y desde donde estoy (no soy fisgón, solo observador) veo en la primera pagina una fotografía de alguien parecido a el, pero hace años, con una guitarra en la mano, como si posara para una postal; debajo,con letras rojas, el nombre: Jose Paolli (creo).

Sigue pasando las hojas: son partituras impresas junto a letras de canciones; selecciona una y pulsa su guitarra, mueve alguna clavija afinando y sin perder de vista el papel desliza sus dedos por las cuerdas con destreza impresionante; acto seguido, canta en perfecta armonía con las notas. No, no es un cantante "vagonero"; no esta esperando monedas o dádivas del respetable ni "lo que gusten cooperar", solo canta boleros. Al principio me cuesta trabajo comprender la letra, después me doy cuenta de que canta en portugués. El punto es que lo hace con tal sentimiento y dominio, que atrae las miradas y los oídos de cuantos entran al vagón. Ya estamos en Tlatelolco; se deja oír "Cóncavo y convexo", de Roberto Carlos. Junto a mi se sentó una mujer de treintaytantos con atuendo y apariencia como de hippie coyoacanesco que, como hechizada, sigue el ritmo de la cancion con su cabeza; ademas, se sabe la letra: la canta en voz muy bajita; se percata de que la observo, se sonroja y deja de cantar, pero sigue mirando las manos del cantante sobre la guitarra.

Hidalgo: suben tantos como bajaron y los recién llegados mas cercanos lo miran sin saber si esta tratando de ganarse unos pesos o canta por cantar. Van llegando otros boleros exquisitos en portugués y mas canciones de Roberto Carlos, por supuesto, en su lengua original. La hippie ya olvido la pena, ahora ve que la veo y sonríe mientras sigue la música. El cantante sigue en lo suyo como si estuviera solo, interpretando mas que cantando.

Llegamos a Coyoacan. Me pongo de pie (igual que la hippie) y me acerco a la puerta. Un momento antes de que esta se abra, termina un bolero mas y el cantante levanta la cabeza para ver donde esta; su mirada detrás de los anteojos se cruza con la mía y aprovecho para sonreirle y dedicarle un aplauso discreto. Corresponde a esto con una amplia sonrisa y un agradecimiento con la mano. De pronto la hippie se une al aplauso y el cantante, apabullado, agradece de nuevo, sonríe y vuelve a su música.

Salgo del metro y la tarde tiene un color dorado esplendido; camino hacia donde me esperan y durante el trayecto, sigo tarareando boleros... esplendido sabor de boca que dura hasta el momento de llegar a casa y cantarlos al oído.

Realmente sucedió; la foto furtiva de acá abajo lo atestigua.

Personajes insólitos, los de esta ciudad.


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